Petra
vivía en una aldea pequeña y muy aislada; casi perdida entre montañas.
En
ella solo quedaban unos veinte habitantes bien avenidos y las ruinas
de una fortaleza que en sus tiempos debió de ser imponente.
La
vida en aquel lugar era humilde y tranquila, carecía de la mayoría
de los
adelantos
pero tampoco los echaban en falta, puesto que, sencillamente, no
sabían
que
existían.
Petra
tendría unos sesenta años, era alta, robusta y fuerte, su aspecto
era impactante, pero su corazón estaba lleno de una bondadosa
sabiduría. Hacía ya
muchos
años que se había quedado viuda. No tuvo hijos, pero había ayudado a
criar
a sus sobrinos, que no habían sido pocos y que recompensaron sus
desvelos,
queriéndola
casi tanto como a sus propias madres.
Pasaron
los años y sus hermanas enviudaron y quedaron tan solas como ella.
Todos
sus hijos se fueron marchando de aquel hermoso valle en busca de
nuevos horizontes, ensoñaciones o quimeras.
El
pueblo subsistía de sus campos, pequeños ganados de cabras , vacas
y ovejas y de sus corrales llenos de escandalosas gallinas y
orgullosos y pavoneantes
gallos
de coloridos plumajes, que llevaban con mucho orgullo, sus tiesas y
rojas crestas, como si de regias coronas, de rubíes se tratase.
Los
vecinos intercambiaban sus bienes siempre que se necesitaba sin
llevar cuenta de los favores que se hacían unos a otro.
El
molinero ofrecía su harina y el panadero la amasaba y hacía el pan.
Las
ovejas
daban su carne y abrigo con su lana y las cabras y las vacas rica
leche y
sabrosos
quesos. La tierra no podía ser menos generosa. Los cereales y los
girasoles
se
recogían con el buen tiempo y se almacenaban en los cobertizos para
tener alimentos durante el frío y largo invierno. Se repartían
también la recogida de leña y carbón para las cocinas y las
chimeneas.
En
el bosque cercano habían árboles de frutos silvestre de deliciosos
sabores y suaves aromas, que alegraban sus cestas con frutas frescas
todo el año. Con ellas cocinaban ricos pasteles para los domingos
y las fiestas señaladas. De esta manera todo, formaba parte de un
todo, en beneficio de de comunidad.
La
señora Petra de mi historia, tenía un espacioso y limpio gallinero
con doce esbeltas y musculosas gallinas ponedoras, que ella cuidaba
con esmero, pues
los
huevos de sus gallinitas suponían su aporte a las necesidades de la
aldea.
Petra
llevaba varios días observando que una de sus aves no ponía huevos.
La
gallinita la tenía preocupada porque veía que se iba apartando a un
rincón y allí toda acurrucada pasaba las horas, al anochecer
siempre volvía al ponedero donde pasaba la noche, pero cuando
amanecía y el ama recogía los huevos se escondía
en
su rincón. Petra deseaba ayudar a su gallina, que era blanquita como
la nieve
¡su
gallinita triste !. No se sentía capaz de retirarla y retorcerle el
pescuezo. Antes que semejante atrocidad , pensaría en alguna
solución. Dándole vueltas a su cabeza,
al
fin tuvo una idea. Sacó su costurero y directamente fue a por el
antiguo huevo de madera que usaba para zurcir sus medias. Ni corta
ni perezosa lo pintó de blanco. Quedó hermoso y resplandeciente.
Cuando estuvo totalmente seco , lo metió con disimulo entre la paja
del ponedero de la clueca .
A
la mañana siguiente, tempranito fue con su cesto a recoger los
huevos. Con un empujoncito apartó un poco a la gallina y metiendo su
mano entre la paja
sacó
el huevo y con parsimonia, y cerciorándose que la ponedora la
observaba lo metió en el canasto.
Durante
varios días realizó esta operación, pues tenía que tener
paciencia y confianza en su estratagema.
Un
buen día, cuando iba ha limpiar el gallinero, vio a su
gallinita picoteando de aquí para allá, pero fue por poco tiempo.
Petra sonrió, sabía que era un buen síntoma. Dos días después no
solo picoteaba y levantaba algún vuelo, también cloqueaba... Y la
mañanita del día siguiente, con los primeros rayos del sol, fue
al
gallinero y encontró entre las pajitas un pequeño huevo junto a su
huevo de madera.
Petra
esbozó una sonrisa y en su corazón sintió, una vez más, la
recompensa en su propia satisfacción.
Fin.
A veces nos pasa que a los mayores que nos rodean queremos facilitarles tanto las cosas que se lo queremos hacer todo, y no les dejamos iniciativa. Todos precisamos sentirnos útiles en la medida de nuestras posibilidades, confiemos en ellos.
ResponderEliminarConfiemos.
EliminarAgradecida por tus visitas y tus comentarios, amigo Marco.
Saluditos de Carmen.