Los
soberanos del Reino de las siete coronas se sentían muy dichosos, su
hijo el príncipe Edúr único descendiente y heredero de tan
poderoso reino, por fin se había decidido a tomar esposa.
Tan
solo por amor el joven y apuesto príncipe había querido contraer
matrimonio por lo cual fueron rehusadas muchas hermosas candidatas.
Finalmente su elección fue a recaer en la bella Hilenia, de la que
se enamoró perdidamente desde el preciso instante que le fuese
presentada. Del mismo modo, en la joven princesa, se avivaron los
latidos de su tierno corazón, que se trasformaron en llamas de
encendido amor.
Con
premura se fueron preparando la ceremonia y los festejos de la boda;
los intereses de ambos reinos y el amor de Hilenia y Edúr así lo
requerían. Cuando tan sólo faltaban ocho días para tan gran
acontecimiento, inesperadamente, la princesita Hilenia fue victima
de una extraña enfermedad que la postró en el lecho debilitandola
por momentos. Nada pudieron hacer los más ilustrados médicos ni
los magos más sabios por la hermosa princesa que murió con la
languidez, la belleza y el dulce aroma de una flor marchita.
El
príncipe Edúr no puede sobreponerse a tan terrible desgracia y se
encierra en los aposentos del torreón del castillo. Quiere estar lo
más aislado posible de la corte que le agobia con su incesante
interés por mitigar su dolor.
En la torre, Edúr, se abandona en los brazos de una tristeza
infinita que toma posesión de sus sentidos. Su cuerpo, tan solo uno
días antes, apuesto lleno de vida y esperanzas, es una mera piltrafa
enflaquecida por la inanición pues se niega a probar bocado, y sus
grandes y azules ojos son como vidrios cuarteados.
Su
estado febril lo lleva a visionar a su adorada Hilenia, grácil,
etérea, penetrando por el vano de la torre en alas de un soplo de
brisa perfumado que hace serpentear sinuosamente sus dorados
bucles y las transparentes gasas de su blanca túnica. El joven va
sintiendo las frías y marmóreas manos del espíritu que acarician
su ardorosa frente a la vez que la pálida carita de nácar de su
adorada, pone un helado beso en sus enfebrecidos labios. El alma de
Hilenia aleja extiende sus brazos y ofreciendole las manos a su
amado, le susurra - Ven conmigo - el joven oye estas palabras como un
eco que las repitiera una y otra vez con estremecedora persuasión.
El
príncipe, Edúr, sigue a la fantasmagórica figura de su amada
hasta el torreón donde una ráfaga de viento gélido diluye la
esencia de la princesa muerta. La oscuridad de la noche se desvanece
lentamente cediendo, reverentemente, paso a las primeras claridades
del día.
***
A
la mañana siguiente el sol brilló con un fulgor inusitado, pero sus
cálidos y luminosos rayos no pudiron reanimar el cuerpo del
principe Edúr porque, éste, yacia sin vida en el foso del castillo.
Fin
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