Llegó
a la mansión un paquete alargado envuelto en fino papel y atado con
un lazo de seda blanco. El mayordomo perfectamente uniformado y
enguantado, deshizo el lazo, quitó el papel que envolvía la caja y
lo dejó bien extendido encima de una mesa. Extrajo con mucha
ceremonia las dos velas que contenía y las depositó encima del
envoltorio, una al lado de la otra, mientras se ausentaba unos
minutos para ir a buscar sendas palmatorias donde colocarlas. Esos
instantes bastaron para que las velas, al sentir su proximidad,
notaran un dulce palpito en sus corazones de cera.
Eran
esbeltas como cañas de azúcar. La una era de un color rosado, tan
suave como un ligero rubor en las mejillas de una joven. La otra de
un azul tan puro que parecía un jirón robado al mismo cielo.
Pasado
un corto tiempo, regresó el criado con dos preciosos porta velas
con
formas de hojas otoñales, firmes soportes y cómodos asideros.
El
detalle de unas mariquitas de esmalte de rojos rubís y puntitos de
negro azabache, que parecían verdaderas, finalizaban este trabajo de
fina orfebrería. No se merecían menos éstas velas realizadas con
las más puras ceras, impregnadas de delicadas y sutiles fragancias y
de colores únicos e irrepetibles.
Una
vez estuvieron bien colocadas, a un si cabe, parecían más graciosas
y espigadas. Una joven doncella, pulcramente uniformada con vestido
negro hasta los tobillos y cofia y delantal blanquísimos, al un
gesto de su superior, las llevó al amplio y acogedor salón donde
sus señores pasaban los últimas horas del día. La joven señora
tocaba el piano y su esposo la escuchaba sumamente complacido.
Con
cuidado, la criadita, dejó la vela azul encima del piano de cola,
más bruñido que una noche cuajada de estrellas y la rosa en una
mesita de madera de nogal y mármol, con ricos adornos nacarados,
situada cerca de la escalinata que llevaba a los aposentos.
Las
velas de mi relato se veían la una a la otra, y estoy segura, sin
temor a equivocarme que ambas pensaban lo mismo : - “ Tan cerca y
tan lejos...”- y se estremecían turbadas de amor.
Cuando
los relojes daban las once, un lacayo encendía los mechas de las
velas, daba las buenas noches, y pedía permiso para retirarse.
Al
final de la lujosa escalera había un amplio rellano. En la pared un
gran espejo y bajo de él la consola dorada que le hacía juego. Un
bucaro con rosas blancas completaba el encanto de este descansillo
transitorio. Aquí era donde dejaban sus palmatorias, la dama y el
caballero, después de haberse servido de ellas para que les
iluminasen los escalones.
Los
candeleros quedaban muy juntos, sus llamas oscilaban inquietas,
ansiaban unirse en un beso... Pero solo eran unos efímeros instantes
antes de ser apagadas. La casa quedaba en la oscuridad. Las velas
sentían una agitación interior de deseos ardientes... . - Era
inútil, nunca llegarían a ser una sola vela.- Ni tan solo el
humillo que dejaban sus quemadas mechas se fusionaban en en el aire.
Subían caracoleando sin perder su camino perpendicular hacia el
infinito. Todo se aquietaba... la vela rosa y la azul se adormecían
vencidas por sus desvelos de amor.
Después
del rato de tranquilidad que gozaban los dueños de la casa, cuando
ya habían terminado de cenar, el caballero solía retirarse algunos
minutos después que la dama. Ella subía primero mientras él
encendía su último cigarro que fumaba deleitosamente.
Las
dos velas se iban consumiendo. De ellas solo quedaba ya una tercera
parte. Pronto las retirarían.¡ Qué grande era su desconsuelo! Pero
aquella noche...
La
joven señora ya se había despedido, y tomando su vela comenzaba ha
subir los primeros escalones, cuando oyó la voz de su marido que
cariñosamente le decía: -Un momento, querida, subiremos juntos.- y
cogiendo la vela azul llegó hasta donde ella se encontraba, y
tomándola de la mano llegaron al final de la señorial escalinata.
Dejaron las palmatorias encima de la consola, muy próximas, casi
tocándose. Los jóvenes se miraron a los ojos con el más tierno y
apasionado amor. Ella era tan bella como una flor abierta en
primavera. Él tan hermoso como un joven roble. Cogidos por el talle
entraron en la habitación olvidando las velas encendidas.
La
vela rosa y la azul estaban tan cerca la una de la otra que su propio
deseo y calor realizó el milagro. Fueron inclinándose despacio,
lentamente, trenzando delicadamente sus llamas oscilantes y
trémulas...
Todo
el descansillo se iluminó con el chisporroteo de minúsculas
estrellas de brillantes colores. Sólo fue un instante mágico. En el
aire quedó flotando un aroma sutil...Después silencio, oscuridad.
Las dos velas se fueron consumieron uniendo sus perfumadas ceras en
un abrazo de amor.
Fin.
Un bello sueño de amor, Carmen. Me gustó que las velas pudieran por fin encontrarse a través del amor de la pareja de amantes, pues se logró un doble vínculo amoroso.
ResponderEliminarTe dejo un beso enorme.
Feliz domingo.
HD
Gracias por leer el cuento. Si tiene un final sumamente romántico como yo quería. Te devuelvo el beso. Carmen Ubeda.
EliminarGracias por leer mi cuento, Humberto. Si, realice mi deseo de un final romántico.
EliminarTe devuelvo el beso. Carmen Ubeda.
fascinantemente romántico, Carmen. Que grande eres...!!!
ResponderEliminarLucía, mi dulce amiga, gracias por tus cálidas palabras.
EliminarConsumir sus ceras en un abrazo de amor, mas romantico y elocuente imposible. Bss
ResponderEliminarSoy romántica, ante el amor, ante el mar, ante un paisaje, ante la vida misma.
ResponderEliminarMuy agradecida por tus visitas.
Saluditos de
Carmen.