Un caso no recurrente


Un suceso no recurrente


Me avisaron del pueblo con urgencia, mi tía Matilde agonizaba y yo era su único pariente. Cuando llegué a casa de mi tía ya había fallecido y la tenían compuesta y en espera de los encargados de la funeraria para tramitar los papeleos del entierro.
A mi pobre tía la vi consumidita ( la verdad es que nunca fue una real moza pero eso si, fue una mujer con mucho carácter ) sus últimas carnes y su último aliento habían sido segados por la guadaña de la muerte.
Las amigas y vecinas de mi tía habían tenido la caridad de lavarla, ponerle su mejor traje oscuro y los lustrosos zapatos de medio tacón que usaba siempre los domingos, en las fiestas de guardar y en las procesiones religiosas del pueblo.
Descansaba el cuerpo de mi tía en su cama, cruzadas las manos sobre el pecho y encima de ellas reposaba el gran escapulario de la Virgen del Carmen de la que siempre había sido devota reconocida. Todo esto se lo agradecí grandemente a todas aquellas mujeres porque yo hubiese sido incapaz de enfrentarme a semejantes arreglos y estoy convencido de que ellas habían pensado lo mismo. Solo una cosa me resultaba extraña en toda aquella componenda de beatitud, los ojos cerrados y las manos aquietadas con placidez. La boca de la tía Matilde estaba abierta, y las mortecinas luces de las velas que tenía a ambos lados de la cabecera de la cama descubrían seis piezas de oro de su dentadura que despedían áureos destellos que, francamente, resultaban bastante macabros. Comenté con sumo tacto y sin ánimos de molestar a las señoras, cuando hicieron un alto en sus rezos, por qué le habían dejado la boca en ese estado. Me aseguraron que había sido totalmente imposible cerrársela por lo cual habían decidido dejarla así porque quizás fue un deseo de “la Matilde” al irse al otro mundo. Por supuesto no puse ninguna objeción.
El entierro fue una ceremonia muy sencilla. Las señoras y yo eramos las únicas personas que asistimos, además del Párroco, el monaguillo y el sepulturero del pueblo.
El ataúd se abrió para pasar los restos mortales del tío Benito, su esposo, que hacía ya veinte años que había fallecido. Al retirar la tapa el sol cayó de plano y la abierta boca de la tía Matilde resplandeció con un fulgor inusitado que a todos los presentes nos sobrecogió. El señor cura dijo una oración a toda prisa y con el hisopo le impartió la ultima bendición a la finada. El sepulturero del pueblo puso la tapadera en su sitio y nos instó para que nos fuésemos pues aquello ya se había acabado.
Dos días después y ya de regreso en mi ciudad, mientras bebía un café y leía el periódico en el bar de la esquina de mi casa como acostumbraba todas las mañanas, quedé petrificado con la siguiente noticia: “El sepulturero del pueblo de N, provincia de S, fue encontrado, ayer, muerto con una horrible mueca en el rostro y un tremendo bocado en el lado izquierdo del pecho donde le faltaba el corazón.

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