Viví
durante algunos años en un pueblo muy pintoresco en un preciosos
valle donde sus habitantes eran muy trabajadores y amables.
El
pueblo no era demasiado grande pero no le faltaba de nada.
Por
aquella época usaban mucho la caballería y por tanto tenía un
maestro herrero, un forzudo hombretón, que cantaba más que un
jilguero, cuando herraba a los caballos o forjaba el hierro.
Esta
afición chocaba mucho a los forasteros, pero a las personas del
pueblo nos tenía tan acostumbrados, que lo que nos escamaba era, no
oír su voz de barítono a penas comenzaba el día.
No
había farmacia, pero si una botica y un eficiente boticario, que
tenía fama por sus emplastos y cataplasmas, que el médico rural
recomendaba con verdadera fe al primer par de “¡achis! “
seguidos que escuchase a alguno de sus sufridos pacientes.
El
boticario y el médico se comprendían y congeniaban a la perfección
y las gentes del pueblo creían a pies juntillas todo lo que ellos
les diagnosticaban y en los calmantes y pastillas que les recetaban.
Tal vez por todo ello no era muy usual que hubieran enfermedades
verdaderamente graves.
De
las ropas de los señores se ocupaba el sastre, y del calzado el
zapatero y sus aprendices, tanto si eran delicados zapatos de mujer
como las fuertes botas para montar de los caballeros.
Los
vestidos de las señoras eran cortados y cosidos en el taller de una
modista que confeccionaba verdaderos primores, con muselinas, sedas y
encajes traídos expresamente de la ciudad.
También
había una sombrerera que, indistintamente, hacía sombreros para las
damas y los caballeros que formaban la pequeña y distinguida
sociedad lugareña.
No
podía faltar la iglesia, modesta pero bien atendida por su párroco
y su joven monaguillo, que se encargaba de que no faltasen nunca
hermosos ramilletes de flores en el altar mayor. También se hacía
cargo del campanario por tanto, todos los domingos, hacía repicar la
campana mayor, con tal ímpetu, que su sonido hacía ladear el bonete
del sacerdote en más de una ocasión. El buen párroco no
encontraba, por más que lo intentaba, razones para que el mozalbete
no armase tal algarabía, así pues en cuanto éste, comenzaba a
tirar de la cuerda, alzaba los ojos al cielo y se persignaba con
resignación.
La
justicia estaba representada, por un bondadoso juez, que tenía a su
disposición un alguacil, un abogado y ¡ cómo no ! un fiscal. No
era necesario ningún funcionario más, ya que no había muchos
pleitos, por no decir ninguno, por lo cual la sala de juicios la
utilizaba para celebrar fiestas y bailes, que aunque no pareciese muy
respetuoso, al menos le daban utilidad y la gente lo pasábamos tan
ricamente. Por tanto no necesitaban más autoridades que la del Juez
y la del Alcalde.
El
edificio del ayuntamiento estaba situado en la plaza principal del
pueblo.
Tenía
un amplio balcón con un hermoso macetón de flores a cada lado y
desde allí, todos los años, salía el señor alcalde ha anunciar,
tras el consabido discurso, el inicio de las fiestas patronales o
para dar la bienvenida al año nuevo, con un as breves palabras
deseándonos mucha felicidad y prosperidad, pues a esa hora de la
noche hacía un frío que pelaba.
La
escuela era un caserón sólido, confortable y alegre donde asistían
los niños a las clases que eran impartidas por un matrimonio que
gozaban de gran estima por sus enseñanzas y su paciencia con la
chiquillería.
Ahora
hablemos del cartero delgado y alto. Tenía unas fuertes piernas,
pues repartir las cartas le hacía recorrer el pueblo de arriba a
bajo, dos veces por semana, además también era el pregonero. Éste
último oficio le agradaba mucho, pues pensaba que leer y entonar el
pregón requería tener grandes dotes dramáticas, y él las tenía,y
con ésta reflexión que se hacía así mismo, y a quien quisiera
escucharle se quedaba tan contento y tan ancho.
Sigo
con el panadero.¡ que horno de leña ! ¡Inmejorables hogazas de pan
y azucaradas tortas de vino y anís! ¿Y los pastelillos de crema?
Como para chuparse los dedos, aunque fuese a hurtadillas de
deliciosos que estaban.
¡Y
no hablemos de la mesonera! Insuperables sus potajes de legumbres y
sus estofados de ciervo!. Sus postres no puedo dejar de mencionarlos
por exquisitos y bien presentados. Le ayudaban dos criaditas que
hacían de pinches y otras dos buenas mozas que dejaban la cocina y
el mesón más limpio que una patena.
Los
árboles frutales eran podados, regados y abonados y ellos, en justa
correspondencia daban dulces y jugosos frutos.
Las
tierras de cultivos tenían sus capataces y jornaleros, bien pagados,
que trabajaban con buenas condiciones.
Este
pueblo en el que viví, era verdaderamente encantador, podría
decirse, que casi era de fábula, pero ocurre que en la vida real,
siempre hay algo que rompe la magia, y puesto que todo lo que he
contado fue cierto, tenía que haber algo que nos situase en la
realidad, y esta realidad eran dos notas discordantes, que entre
tanta felicidad y alegría nos recordaban que nuestros pies estaban
tocando tierra. Dos oficios que no voy ha describir, porque solo
mencionarlos ya lo dice todo sobre ellos.
El
dueño de las pompas fúnebres y el enterrador.
Y
es que estos dos personajes son indispensables en cualquier lugar de
la tierra, aunque sea un paraíso.
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