El crucifijo

Cuando ya iban a sepultar el ataúd, Remigia detuvo a los sepultureros y les pidió que desclavaran el crucifijo, de la tapa, pues quería quedárselo como recuerdo permanente del entierro de su madre.
Remigia, colgó el crucifijo a la cabecera de su cama. Todas las noches la cruz le recodaba la pérdida de su madre y ella se deshacía en un mar de lágrimas. No podía continuar así, se dijo, y decidió trasladarlo al saloncito, donde no le resultaría tan penoso verlo porque la habitación era soleada y alegre, pero el pobre crucifijo resultaba tétrico y fuera de tono.
El recibidor le pareció un buen sitio, aunque no estaba segura de que fuese el lugar adecuado. Lo encajó en una pared bien visible como un mensaje de paz. La aprensión y desconcierto que vio en el rostro de sus amigas cuando les abrió la puerta disipó sus dudas.
Con mucha delicadeza descolgó el crucifijo, lo cubrió con un paño blanco a modo de sudario y lo guardó encima de un armario.
Un día haciendo limpieza, Remigia, se topó con algo que había olvidado. El crucifijo del ataúd de su madre. Se quedó pensativa por unos instantes y creyó haber dado con la solución.
Encaminó sus pasos a la Parroquia más cercana dispuesta a donar la cruz, pero el párroco no la admitió. Las Hermanitas de la caridad negaron con la cabeza y los frailes ya tenían demasiadas cruces. Fue un Vía Crucis de recorrer parroquias y conventos. El crucifijo se le convirtió en una pesada carga durante toda la semana.
Amaneció el domingo después de una noche de pesadillas en las que la cruz y el macilento rostro de su madre aparecían y desaparecían cortándole la respiración.  Remigia, tomó una drástica solución. Empaquetó, sin miramiento alguno, el crucifijo en unas hojas de periódico y se dirigió al mercadillo del Rastro, para venderlo muy barato, pues quería quitárselo de encima como fuese.
Cuando desempaquetaba el crucifijo delante del primer tenderete se sintió mal. Apretó el paquete contra su pecho y cayó fulminada.

                                                                    ***


El ataúd de Remigia era de humilde madera de pino pero la tapa ostentaba el crucifijo de su madre.

Original de Carmen Ubeda 

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