Se
casaron las hijas gemelas de los Condes de Pinoverde con los hijos
gemelos de los Marqueses de Montealto.
No
dejó de ser una ceremonia extraordinariamente chocante contemplar,
en el altar de Santa María La Mayor, capilla secular del Palacio
de Pinoverde, a éstas dos parejas encantadoras. Tanto las damítas
como sus caballeros eran como frescas e idénticas gotas de rocío.
Difícil,
por no decir imposible, les resultó siempre a los Condes de
Pinoverde distinguir a sus hijas, Blanca y Clara. El mismo problema
tuvieron los Marqueses de Montealto con sus hijos Amado y Amador.
Por
expreso acuerdo de sus respectivas y nobles familias, los jóvenes
matrimonios tendrían sus residencias permanentes en el Palacio de
Pinoverde. El ala Oeste fue destinada a las estancias de Blanca y
Amado y el ala Este a las de Clara y Amador.
Los
Condes se deshacían en agradecimientos con los Marqueses, que tan
graciosamente habían accedido a este convenio. Adoraban a sus
virginales y virtuosísimas hijas y por tanto les hubiese sido
insufrible de todo punto separarse de ellas.
Las
gemelas no tenían nada de virginales hacía ya largo tiempo y sus
virtudes consistían en alocadas y divertidas picardías; mas éstos
secretos solamente ellas los compartían y por tanto se mofaban de
sus cándidos progenitores.
Por su parte el señor Marqués y su señora esposa la Marquesa,
aseguraban a los Condes de Pinoverde, se hallaban enormemente
complacidos de que sus hijos se trasladasen ha vivir para siempre al
Condado de sus suegros.
Pero
lo bien cierto era que el señor Marqués y la señora Marquesa
estaban enormemente complacidos, sí, y a punto de bailar con un
pie, por perder de vista a los dos haraganes, mujeriegos y
juerguistas que tenían por hijos, que los estaban dejando sin
fortuna.
Pasados
los festejo del enlace matrimonial, las dos parejas eran felices
entregadas a sus paseos campestres, montaban a caballo y organizaban
cacerías y saraos. A todas estas reuniones deseaba asistir toda la
nobleza por lo mucho que se divertían, por sus exquisiteces
culinarias, los vinos, licores y las copas de champán que se
llenaban constantemente de tan chispeante y dorado líquido; pero por
encima de todo anhelaban ver a las dos parejas con sus
extraordinarios parecidos, su belleza, su simpatía y su elegancia
en toda la extensión de la palabra.
Tanto Blanca y
Amado, como Clara y Amador, estaban felices y satisfechos con sus
respectivos y respectivas consortes. En los fogosos juegos del amor
aún hallaban secretos por desvelar.
Antes
de que transcurriera su primer año de matrimonio, todos los
misterios amorosos, incluidos los más recónditos, habían sido
descubiertos. Tanto en las esposas como en sus maridos, decayó su
entusiasmo por los juegos amatorios en el lecho conyugal. Su
fogosidad y su placer se convirtió en algo tan frío y liviano como
un copo de nieve entre los dedos de la mano.
Amado
y Amador volvieron a sus devaneos amorosos. Damítas, doncellas,
señoritas y sirvientas eran seducidas por sus flirteos.
Blanca
y Clara comenzaron de nuevo con sus virtuosísimas picardias de
afectuosos esparcimientos. Tan pronto un criado, el mayordomo, el
caballerizo, el barón, el duque o el militar. Disponían a
capricho.
Así
de permisivos se mostraban las unas y los otros pues conocían
perfectamente sus debilidades.
Pronto
se cansaron de estos juegos que tenían ya muy trajinados y desearon
algo más original.
Las
gemelas cavilaban y cavilaban y no se les ocurría nada atrayente y
del mismo modo buscaban los gemelos alguna idea interesante, cada
cual reservadamente le daban vueltas a sus cabezas.
Pero el Hado del destino que por aquel entonces andaba bastante
aburrido, decidió tomar parte en el juego encadenando los sucesos a
su antojo para procurarse una estimulante diversión, de modo que
encendió una luz en sus descarados pensamientos en los que solo
había cabida para trivialidades y desatinados amoríos.
Cierto
día los dos hermanos hablaban en privado. Estaban de un humor
excelente. Se sentían sumamente satisfechos con la treta que habían
tramado.
En
otro momento de aquel mismo día, Blanca y Clara habían tenido una
secreta conversación en la que también tramaban algo que debía de
resultarles muy divertido dado que sus risas se oyeron en el jardín
del palacio por espacio de algunos minutos.
El
resultado de las secretas conversaciones fue el siguiente. Habían
tenido la misma idea. Ellas de cambiar de marido, y ellos de esposas
esa misma noche sin más tardanza. Aunque eran físicamente iguales,
sin distinción, en la cama esperaban encontrar diferencias
sustanciales.
Después
de la cena, sin alterar sus rutinarias costumbres para no levantar
sospechas, se fueron retirando a sus habitaciones. Según lo
convenido, Blanca y Clara, cambiaron de lecho y esperaron, entre las
finas sábanas, la llegada de sus respectivos cuñados. Estos a su
vez hicieron lo mismo, sin prisas, después de saborear su última
copa de jerez y deleitarse con el humo de un aromático cigarro
cerraron la velada y subieron las escaleras charlando animadamente,
en el rellano se despidieron y mandándose un guiño de complicidad
cambiaron de aposento.
Amaneció
un nuevo día. En sus distantes habitaciones y en mullidas camas de
revueltas sábanas, sentadas en el lecho ambas parejas se miraban. La
sombra de una sospecha brilla en el fondo de sus pupilas. Nadie nunca
dijo nada acerca de aquella noche. El Hado del destino, poseedor del
secreto, se divierte, todavía, recordando las escenas de espesa
nocturnidad de la que fue el único testigo.
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