Trup
fue un perrito que nos regaló nuestro padre a mis hermanas y a mi
cuando eramos adolescentes.
El
perrillo resultó ser muy juguetón e inteligente y algo locuelo y
bastante destrozón.
Nuestra
madre por aquel entonces se dedicaba a tejer bufandas, rebecas y
jerseis para toda la familia ocupación que, según ella, la
entretenía muchísimo. A nuestro padre y a nosotras no nos
entusiasmaba tanto su entretenimiento y nos poníamos las prendas
sólo por complacerla. Mi padre escondía la bufanda en una oquedad
de la escalera en cuanto perdía de vista a su laboriosa esposa y
nosotras reemplazábamos las rebecas, en casa de alguna amiga, por
unas ligeras blusas que nos quedaban muchísimo mas coquetonas.
Por
otra lado mamá seguía tejiendo pedazos de lana que utilizaba para
cubrir los agujeros que hacía Trup en el sofá y los sillones del
salón con sus afilados dientes. Nuestra madre siempre nos decía que
no mandaría tapizar los sillones hasta que Trup se muriese.
Trup
recibió este nombre porque, aunque era un sólo perro, resultaba
tremendamente ''cundidor '' como decía cada dos por tres Juana,
nuestra impagable asistenta; pero lo cierto era que Trup suponía un
miembro más de nuestra familia que llenaba la casa de alegría,
lametones y agujeros. A parte de estas travesuras era un perrito
sumamente servicial, le tría el periódico todos los días a papá y
también las zapatillas. Fue increíble la rapidez con la que
aprendió estas enseñanzas. A mamá que le predicaba tremendos
sermones cada vez que le hacía algún boquete en algún sillón, le
movía las orejas como si la escuchara atentamente, le ponía ojitos
compungidos y por último se echaba a sus pies pidiendole perdón por
su trastada. Mamá se reía de buena gana con las gracias del
perrillo y él la llenaba de lametones.
Trup,
como ya he dicho, era locuelo pero muy inteligente, de modo que
durante algún tiempo nos engañó a toda la familia con su pícaro
entendimiento. Ocurrió que cada vez que llegaba a casa alguien de la
familia, el chucho salía con la correa en la boca dando muestras de
que tenía urgente necesidad de dar un paseo. Al fin nos dimos cuenta
que el muy pillo repetía paseos al menos seis veces al día, pero
nos hizo tanta gracia que le seguimos el juego hasta que pasados
catorce años nos privó de su compañía. A mamá le cayeron dos
gruesos lagrimones el día que decidió tapizar los sillones del
salón.
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