Lo
veía cada día desde la terraza de mi casa que daba al mar. Siempre a la misma
hora, las cuatro de la tarde. Surgía de pronto, como si le hubiese
transportado la última ola que había roto contra la roca, después
de estallar en mil chispas de blanca espuma. Estaba de pie, no
tendría más de siete años. Sus lacios y rubios cabellos brillaban
con la fuerza del sol y su piel era dorada como oro viejo. Vestía
pobremente. Camisa que alguna vez fue blanca y pantalón a medía
pantorrilla con más de un roto, que no estaban hechos precisamente
por los dictados de la moda. Sus agujeros se los había ganado en más
de una dura batalla de enganchones y desgastes por sus repetidos usos. Sus pies desnudos se
movían con la misma seguridad y agilidad que si hubiese llevado
cómodos zapatos.
El
pequeño no faltaba cada día a su cita con la roca. Tampoco yo podía
podía sustraerme a esa hora mágica, que me atraía como un imán
atrae un trozo de hierro.
Quería
saber de ese niño tan desvalido, tan vulnerable, pero no me atrevía
ha acercarme a él. Sabía que algo necesitaba, pero yo solo le
seguía con la vista desde mi cómoda terraza y con mi cobardía como
escudo.
Quieto,
con los cabellos de su desigual melena al viento y su vista perdida
más allá del horizonte, siempre me daba la impresión que esperaba
que llegase algo o quizás alguien, ¿pero qué o quién? Era una incógnita. Yo me preguntaba ¿y si bajase? Tan solo eran unos pocos metros... pero me quedaba apoyada
en la baranda del mirador sin moverme, viéndolo pequeño y diminuto ante la
inmensidad del mar y la grandeza del cielo.
Al
cabo del rato el muchachito bajaba la vista y cabizbajo se iba
alejando, muy despacio, por las rocas. Su actitud demostraba, que una
vez más, aquello que esperaba no había acudido a la cita.
Pasaron
varias tardes antes de que llegase aquella en que lo que sucedió fue singularmente hermoso. Aparentemente todo era igual pero en el ambiente yo palpaba acontecimientos distintos. Algo
enigmático que se presentía, flotaba en el entorno, en la playa, en el azul añil del
cielo. La brisa era tan suave como el soplo de un ángel y olía a
arena y a sal.
Me
sobrecogí.. Quedé suspensa.
El niño ya estaba allí, como siempre surgido de la nada. Reinaba la quietud
y la calma... las olas apenas besaban tímidas y reverentes la roca donde se encontraba el pequeño.El crío
parecía que estuviese en éxtasis con la mirada fija en el mar. Su infantil figura resplandecía
con un halo de luz purísima. Yo no daba crédito a lo que veía.
¿Era ficción o realidad?
Abrió
sus bracitos los extendió hacia adelante, avanzó unos pasos...
De las mansas olas comenzaron a surgir pequeños jirones de vapor, que a medida que
se agrandaban iban tomando, poco a poco, la forma de unos brazos y
unas manos de mujer que, aproximándose al niño, lo abrazaron con
ternura y lo acunaron, al arrullo de su suave murmullo. El chiquillo se ofreció confiado y sin
reparos a aquel dulce y maternal abrazo. Cerró los ojos y se
abandonó con laxitud en aquella cuna de amor. Lentamente las manos y
los brazos se fueron sumergiendo, con el cuerpecito inerte del niño,
en los misterios de las profundidades del mar.
Original de Carmen Úbeda Ferrer
24 junio 2009 Mareny de Vilches (Valencia)
Original de Carmen Úbeda Ferrer
24 junio 2009 Mareny de Vilches (Valencia)
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