La perla

Había una vez un pescador que era el más pobre de todos los pescadores de la costa. Su barca era la más vieja y sus redes las más remendadas, de tal manera que los peces que quedaban atrapados en ellas, con sus saltos y su peso provocaban agujeros por donde se escabullían alegremente. No tenía dinero para poder comer, su comida eran algunas sardinas que se quedaban enmarañadas en la trampa y lapas y erizos que abundan en las rocas. Por todas estas cosas se volvió malhumorado y taciturno ; los demás pescadores, que también pasaban penurias, terminaron por apartarse de él dejándolo solo.

Llegaron a la costa días de marejada y las olas se enfurecieron tanto que se alzaron varios metros por encima del faro rompiendo con estrépito en los espigones de contención.

El pueblo pesquero y sus habitantes temblaban al oír el rugido del mar. Así se sucedieron varias jornadas y al fin amaneció un día claro y luminoso. Tan azul era el cielo, que mar se prendó de él y tomo su color y su serenidad y con esta paz se quedaron las olas dormidas. Los pescadores se hicieron a la mar presurosos para lanzar sus redes y capturar muchos peces, se sentían contentos por el buen tiempo y daban gracias por ello.

El pescador de mi historia, seguía taciturno y malhumorado, tal como era su costumbre, pero arrastró su barca por la arena y se adentró en el mar, tiró su red y esperó sin demasiada confianza... Se había quedado algo adormecido cuando de pronto vio que el engaño se agitaba. Comenzó a recogerlo y se sorprendió del buen ejemplar que había quedado preso. Lo tiró al fondo de la barca y con un gran cuchillo se dispuso a cortarle la cabeza, pero detuvo su brazo cuando oyó que el pescado le decía:

-¡Alto! Si me devuelves al agua, mira lo que te traeré cada vez que tires tu red -y abriendo su boca expulsó una perla más gruesa que un garbanzo-.

El pesador que era un poco corto de ideas, se quedó perplejo.

-Pero yo no como perlas... ¡Tu me servirás ,hoy, de comida y de cena! -y volvió a levantar el cuchillo con gesto amenazador-.

Detente, detente! La perla la puedes vender y comprar comida y con todas las que te iré subiendo de las profundidades del mar, no volverás a pasar hambre, podrás tener la mejor barca y las redes más resistentes, de todo el puerto. Volvió a bajar el hombre su arma y lo pensó unos instantes... 

-¡Trato hecho! Yo te devuelvo al mar y tú, cada vez que salga de pesca me traerás una perla.

Y así quedó la cosa. El pescador vendió la perla y aquel día pudo comer manjares como nunca había conocido su paladar y aún guardó provisiones.

Cada vez que el marinero salia para la mar, aparecía el pez que le traía su perla, pero también acontecían muchos días que no se podía salir de pesca a consecuencia del mal tiempo y el hombre, que ya no pasaba hambre ni miseria, se impacientaba porque no recibía la joya de nácar y en esa circunstancia era en lo único que pensaba y lo único que le importaba. La codicia ya comenzaba a preparar un nido en su corazón.

En cierta ocasión el pescador le dijo al pescado:

-Yo creo que deberías traerme varias perlas a la vez, por todos los días, que hace mal tiempo y no nos podemos ver. Un buen puñado de perlas que, yo, cambiaría al instante por doradas y relucientes monedas, para verlas brillar en el cofre que guardo en mi cabaña! -y el pez contempló, en el brillo de las pupilas del hombre, la imagen de dos arpías monstruosas cogidas de la mano: la codicia y la avaricia-.

-No puede ser, pescador, ya sabes que un trato es un trato y no se puede romper. Sólo te traeré una perla cada vez que puedas salir al mar.

Esa noche se formó una tormenta formidable, las olas escupían espumas salobres, que hacían crujir las maderas de las barcas. El hombre se agitaba en su cabaña profiriendo maldiciones, con el misma furia que el viento silbaba fuera de ella, pensando en la merma de perlas que suponía no poder encontrarse con el pez si se prolongaba el mal tiempo.

Pasada la noche amaneció un día esplendoroso y tranquilo,
las olas fatigadas se adormecían en su propio susurro, pero dejaban en la orilla de la playa burbujas de plata como signo de su oculta y latente vitalidad.

Aquel amanecer las facciones duras del pescador parecieron suavizarse y una sonrisa fría vagó en su curtido rostro al comprobar que había bonanza y podía salir con su barca a encontrarse con el pez, que acudió puntual a su cita.

-He estado pensando, que subir desde las profundidades del mar hasta la superficie, a traerme mi perla, debe de ser muy incomodo para ti, de manera que por hacerte un favor, si tu me enseñas el lugar donde las consigues, yo, que soy un buen buceador, bajaré a buscarla durante unos días y así tu podrás descansar.

-Te agradezco tu interés, pero debo advertirte, que estas perlas están a una enorme profundidad y que a medida que te vayas sumergiendo puedes sufrir alguna transformación, que no será irreparable, si consigues subir de nuevo a la superficie.

-No te preocupes por mi, tengo buenos pulmones y nado con tanta facilidad como tu.

-Pues bien, entonces te mostraré el camino y durante un tiempo, tu serás el que baje, si superas la prueba.

Bajaron a tanta profundidad que apenas los rayos del sol podían atravesar tanta agua. El hombre quedó maravillado al ver tantas ostras juntas con sus bocas abiertas mostrando las blancas perlas. Regresaron a la superficie y el pescador estaba muy contento.

-¿Ves como todo ha ido bien? Tu, pececillo, descansa una temporada, que yo me ocuparé de bajar a por mi perla.

Y así quedaron y así se hizo durante dos días. El tercer día el pescador pensó que era una tontería coger sólo una puesto que habían muchisimas, de modo que llevaría un saquito y lo llenaría al menos con media docena de nacaradas perlas. Y así lo hizo y emergió muy contento. El cuarto día, llevó consigo dos saquitos y subió a la superficie más contento todavía. El quinto día bajo a las profundidades con un saco dos veces más grande que los anteriores dispuesto a subirlo repleto de las codiciadas joyas y a medida que bajaba, más y más a las profundas oscuridades del mar, comenzó a notar extrañas sensaciones en su cuerpo, de tal manera que terminó por observarse y con horror se percató de que tenía aletas y el cuerpo cubierto de escamas, era talmente un hermoso salmón, más al momento se tranquilizó, recordando que una vez alcanzara la superficie recuperaría su estado natural y siguió bajando... Cuando llegó al lugar donde dormitaban las ostras su tamaño había aumentado y también sus afilados dientes, de manera que fue arrancando las perlas con suma facilidad y guardándolas en el saco que llevaba enganchado en una aleta. Seguía con su trabajo incansable, pasando de una ostra ha otra, pero llegó un momento en que las fuerzas comenzaron a faltarle y decidió continuar al día siguiente; mas de pronto la vio. Era la perla más hermosa que nunca viera, con una blancura irisada con más brillo que una estrella y más redonda que la luna llena. Se lanzó voraz sobre ella, pero no podía arrancarla. Notó un nuevo cambio en su anatomía, su tamaño disminuía a una velocidad increíble, en unos segundos quedó reducido al tamaño de un pez de cinco centímetros. Se había adentrado en la ostra y dándose cuenta del peligro que corría quiso escapar, pero esta cerró su hermética boca, dejando escapar una burbuja de oxígeno. El último aliento del pescador. La ostra no volvió a abrirse nunca jamás.

7 comentarios:

  1. Me ha encantado Carmen, espero hayas tenido un buen verano.

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  2. Me alegra que te haya gustado el cuento, Marco. Referente al verano aun estoy en ello ¡¡ jajaja !!

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  3. Me ha gustado mucho el cuento, rebosa imaginación aunque entraña una moraleja muy real. I love it.

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    1. Muchas gracias por este comentario tan generoso.
      Un saludo de
      Carmen.

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  4. Un cuento precioso con mucha imaginación pero como en casi todos tus cuentos con un gran final que nos hace reflexionar, y es que la avaricia rompe el saco, esto le sucedió a tu pescador.
    Me encantó leerte, un beso para tí.
    Chelo.

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  5. Gracias, Chelo, por tu prontitud en pasarte por mi blog, ya sabes que yo valoro mucho tus comentarios. Un abrazo.

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